Así era mi maestro. No sólo sabía leer en el gran libro de la naturaleza, sino
también en el modo en que los monjes leían los libros de la escritura, y
pensaban a través de ellos. Dotes éstas que, como veremos, habrían de serle
bastante útiles en los días que siguieron. Además, su explicación me pareció al
final tan obvia que la humillación por no haberla descubierto yo mismo quedó
borrada por el orgullo de compartirla ahora con él, hasta el punto de que casi
me felicité por mi agudeza. Tal es la fuerza de la verdad, que, como la bondad,
se difunde por sí misma. Alabado sea el santo nombre de nuestro señor
Jesucristo por esa hermosa revelación que entonces tuve.
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